La incertidumbre en los últimos
días está siendo demasiado fuerte. Hadil Almajdalawi no se separa de su
teléfono móvil, necesita saber en todo momento lo que está ocurriendo en la
Franja de Gaza. Sus padres y sus dos hermanos están allí. “Sólo tienen luz dos
o tres horas al día, lo justo para cargar los móviles y poder hablar unos
minutos. Me preguntan dónde ha sido el último ataque o cuántos muertos hay. No
saben lo que está ocurriendo a su alrededor, sin electricidad están
incomunicados.”
Hadil Almajdalawi durante la
entrevista en la
sede de la APAEE. Foto: Javier Imedio
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Hadil tiene 30 años y es de
Palestina. Llegó a España como refugiada hace 5 años junto a su marido, también
palestino. Tuvo aquí a su hija, que ahora dibuja en un papel ajena a lo que nosotras
estamos hablando, aunque su madre me cuenta que le pregunta con frecuencia “¿por
qué los malos molestan a los abuelos?”.
Cada dos años Hadil viaja a la
Franja, aunque asegura que sólo preparar el viaje ya es sufrimiento asegurado. “Tienes
que pedir permiso con muchos meses de antelación, y aún así la entrada puede no
producirse. A veces das con alguien conocido que te ayuda y te da el permiso, y
otras veces no”. Pero el verdadero peligro, afirma, comienza cuando estás
dentro. “En el momento en el que cruzas la frontera ya no sabes cuándo saldrás.
Porque si de repente estalla de nuevo un conflicto, cierran la Franja y te
quedas dentro”.
Charlamos en el despacho en
Madrid de la Asociación de Periodistas y Escritores Árabes de España (APAEE)
que ha organizado el encuentro. Me sorprende la serenidad con la que habla de
su dolor y del de los suyos, aunque sus intensos ojos negros digan todo lo
contrario. “Yo he vivido situaciones horribles. En mi casa, dormíamos en la
cocina porque era el sitio más seguro. Todas las noches abríamos las ventanas para
que no nos cayeran los cristales encima si había bombardeos. Una noche,
comenzamos a oír las voces de una vecina que había visto a un chico muerto que
llevaba una camiseta como la de su hijo. Creía que era él. Nunca lo olvidaré”.
Una familia dividida en dos
Su familia vive en la costa y
está dividida en dos. Es cuestión de supervivencia. “Mis padres viven en una
casa con los hermanos de mi madre, y mis hermanos en otra con primos y otros
familiares. Tienen que estar divididos, porque si bombardean y destrozan sus
casas, necesitan tener otro lugar al que poder ir. Nunca imaginé que estaría
hablando de algo así.”
Se me ocurre preguntarle sobre
qué supone ser palestino en Israel, pero rápido me corta sin dejarme terminar
la frase. “Israel, no. Para nosotros Israel no existe. Los palestinos llevamos
sufriendo casi 70 años de ocupación. Mucha gente llora el holocausto nazi, pero
esas mismas lágrimas se secan cuándo hay que hablar de los muertos palestinos.
Eso es lo que da rabia”.
Aysha Saleh en la sede de la
APAEE en Madrid.
Foto: Javier Imedio
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Estoy tan metida en la
conversación con Hadil que sólo me doy cuenta de que estamos acompañadas cuándo
hablamos del número de muertos en las últimas horas, y una voz discreta me corrige:
“no, ya hay muchos más”.
Aysha Saleh, un ama de casa,
también se ha ofrecido a hablar con los periodistas. Es su manera de ayudar a
que se sepa lo que está ocurriendo en Gaza. Sobre sus hombros, lleva un pañuelo
en apoyo a su país. “Es un crimen, una masacre, un genocidio”. Acabamos de
comenzar la entrevista, pero tenemos que parar unos segundos. Su voz
entrecortada no aguanta más, y sus ojos se llenan de lágrimas. “Es una
tragedia. Quieren matar a todos, da igual que sean niños o mujeres. Están matando
a la gente lentamente. Gaza está muerta en vida”.
Aysha lleva 32 años en España.
Vino con su marido, actualmente profesor en la Universidad Autónoma de Madrid,
y aquí tuvo a sus cinco hijos. Es la única de su familia que consiguió salir de
Gaza. La última vez que abrazó a los suyos fue en 2008, cuando pudo entrar en
la Franja para visitar a su padre que estaba a punto de morir. Fue durante la
operación “Plomo Fundido”, la ofensiva israelí de 2008 que duró 25 días y
dejó a su paso más de 1.300 muertos. Su madre falleció al poco tiempo también. Ahora,
Aysha se lamenta. “Mis padres murieron pensando que algún día iban a volver a
sus casas, a las que les habían robado”.
A medida que la conversación
avanza, el dolor da paso a la rabia. Aysha cuenta que su primo murió hace unos
días en un bombardeo cuándo estaba en su casa. Afirma que el ejército israelí
envía mensajes de texto a los palestinos minutos antes de atacarles para que
salgan de sus hogares. “Ayer mi hermana recibió un mensaje en el que avisaban
de que tenían que salir todos de la ciudad de Jan Yunis en tan sólo tres minutos. ¿Y a dónde van? Es que hasta
en el camino les matan”. Con las manos entrelazadas sobre la mesa, Aysha no se
explica cómo aún la gente sobrevive en el infierno que es Gaza. “No hay agua,
ni luz, ni siquiera ganado. La familia de la mujer de mi hermano está con ellos
porque han bombardeado su casa. Se están cobijando en una vivienda que tiene el
techo de paja”.
40 kilómetros de largo por 15 de
ancho, y 1,7 millones de personas que viven entre los dominios de Egipto e
Israel. Eso es la Franja de Gaza. Cualquiera con estos datos querría huir de
allí, salir sin mirar atrás. Cualquiera menos ellos, los palestinos. “Yo no
quiero traer aquí a mi familia. A mí lo que me gustaría es volver a Palestina
con mi hija, a nuestro país. Ni Israel ni nadie puede sacarnos de allí”,
asegura Hadil. Aysha es igual de tajante. “Ojalá pudiera entrar ahora con la
guerra y pudiera vivir todo con ellos. No me importa no saber si saldré de
allí. Lo que les pasa a ellos me pasa a mí”.
Les pregunto si en la Franja de
Gaza se pueden hacer planes de futuro. Si los jóvenes pueden pensar en tener un
trabajo o una familia. En definitiva, si sueñan con una vida. Y ambas lo tienen
claro. “Los palestinos estudian mucho para conseguir becas que les permitan
salir al extranjero a formarse. Y claro que pueden hacer planes, pero luego te
enteras de que, por ejemplo, dos de los estudiantes que habían conseguido esa
beca ahora están muertos” cuenta Hadil. “A los palestinos nos encanta vivir.
Recuerdo que cuando no había luz durante horas, mi madre y yo llamábamos a unas
amigas, y hacíamos una pequeña fiesta con la luz de las velas, para animarnos.
Nos encanta la vida, pero no nos dan la oportunidad de vivirla”.
Me impacta el coraje de estas dos
mujeres que sufren con cada palabra, pese a estar a más de 3.600 kilómetros de
distancia. “No puedo ir a Ramallah, no puedo ir a Jerusalén. Y todo porque en
mi pasaporte pone que he nacido en Rafah, que soy de Gaza. Por eso no puedo
entrar” denuncia Aysha como si alguien fuera a darle una explicación. En el
caso inverso, para salir, la cosa tampoco es fácil. “La gente ahora querrá
salir y no puede. Está todo cerrado. Después de las fronteras, sólo les queda el
mar, pero tampoco pueden salir nadando y, aunque quisieran, a los palestinos sólo
les corresponden 10 kilómetros de extensión. No hay manera de huir”.
Ciudadanos de ningún país
El 70 por ciento de los más de
millón y medio de palestinos que viven en Gaza son refugiados. Personas que
nacieron en un país llamado Palestina, pero que, a efectos legales, no existe.
Me llama la atención lo que me cuenta Hadil sobre ese sentimiento de
pertenencia único de unos ciudadanos, que pese a convertirse en apátridas, en
ciudadanos de ningún país, siempre serán de una nación llamada Palestina. “Tú
siempre que hables con un palestino, te dirá: ‘soy de Londres, pero de origen
palestino, o soy francés de origen palestino”.
Mientras el mundo condena las
muertes en masa que se siguen produciendo a diario en la Franja de Gaza, en
Madrid, Aysha sólo pide que no se cumpla ni un año más de exilio para los
palestinos. “Lo que tienen que hacer es dejarnos volver a nuestras tierras. ¿Dónde
están los organismos internacionales? ¿Por qué no lo juzgan? Nos merecemos una
vida y dejar de sufrir”.