jueves, 12 de junio de 2014

Cura de Humildad, Parte II: Víctimas de las fronteras

En el mundo, a día de hoy, alrededor de 45 millones de personas han huido de sus países de origen sin querer hacerlo. Las situaciones de violencia, de guerra, o las persecuciones políticas o religiosas son las principales causas de una situación que, a menudo, viene acompañada de una violación sistemática de los derechos humanos. Y es que ninguno de los refugiados que lo abandonan todo, imaginó nunca que tendría que hacerlo a vida o muerte.  

No todos los inmigrantes llegados de manera irregular a nuestro país son ingresados en Centros de Internamiento de Extranjeros, sino que pueden llegar a parar a centros de acogida temporal, donde sus derechos no se ven vulnerados; donde la integración es posible y, sobre todo, donde sentirse persona es el primer paso para comenzar una nueva vida.

La Comisión Española de Ayuda al Refugiado nos abre las puertas de uno de estos centros de Madrid. Es lo que se conoce como un Centro de Acogida de Refugiados. Aquí comienzan muchas nuevas vidas procedentes de lugares tan diferentes como Siria, Palestina o Malí.  Es el caso de Alain. Procedente de Camerún, la miseria del país le obligó a abandonar a su familia. Sólo, decidió dirigirse a España, entrando por Ceuta, eso sí, a nado.  

Y es que muchas de las personas que llegan a la frontera de Ceuta y Melilla son refugiados, aunque en muchos casos no lo saben. Huyen de una muerte anunciada. Y España está obligada a ofrecer protección internacional. El problema es que todas estas personas no llegan directamente a estos centros de acogida. Antes, tienen que probar que son refugiados. Y en muchos casos, eso, no es tarea fácil.

Siria es otra de las zonas en conflicto que más desplazados y refugiados provoca. Ibtissam (nos pide que utilicemos un nombre ficticio) accede a hablar con nosotros. Tiene alrededor de 30 años y, hasta hace muy poco, tenía una vida normal de la que ya no queda prácticamente nada. La guerra le obligó a salir de Siria de un día para otro, dejando atrás amigos, familia y sus estudios de filología inglesa. El miedo a ser reconocida y sufrir posibles represalias es aún demasiado fuerte, pese a estar a miles de kilómetros de distancia.

Amya también sabe lo que es huir de la guerra de Siria, aunque antes tuvo que salir de su país, Palestina. Él también tiene miedo, pero no por él, sino por los suyos, que siguen atrapados en el país. Diseñador gráfico de profesión, sabe que en España la situación de crisis económica no se lo pone fácil a la hora de encontrar un trabajo. Pero sentirse seguro y protegido ya es mucho más de lo que podía esperar.

La vida en este centro de Madrid comienza temprano con el desayuno. El objetivo de cada día es mejorar el aprendizaje del español y adquirir herramientas que permitan a todas estas personas conseguir ser independientes económicamente tras finalizar su estancia aquí. Un tiempo que corre a contrarreloj no sólo para los internos, sino también para los voluntarios y los trabajadores sociales.

Los procesos administrativos a seguir en centros como éste también juegan un papel fundamental en el desarrollo de la vida de los internos. Facilitarles todo lo necesario a su llegada, como una habitación, enseres de aseo, la tarjeta sanitaria o, incluso, apoyo psicológico, es el primer paso.

También hablamos con Ahmed, que es uno de esos finales felices que puede servir de impulso a otros inmigrantes que acaban de llegar. Palestino de la franja de Gaza, supo asumir la realidad de su país, y no dudó en luchar para conseguir una beca de estudios con la que poder optar a un futuro mejor. En su momento, también fue refugiado en un centro de CEAR. Ahora, 4 años después, su vida ha dado un vuelco. Casado y feliz, Ahmed habla un español prácticamente perfecto. Un esfuerzo que, tal vez, sea el que también le hace ser sincero, y hablar en primera persona sobre una realidad, la del inmigrante, que no es fácil.

Pese al poco tiempo que puedan pasar aquí, CEAR tampoco se olvidan de las familias. De las madres, los hermanos, los primos o los abuelos que se han quedado a miles de kilómetros de distancia. Por eso, aunque el abrazo no sea posible, saber cómo están con una llamada vía Skype o con un e-mail a través de Facebook, les mantiene conectados a sus orígenes. Y eso, también es parte del aprendizaje.

La libertad de movimiento, la privacidad, el ser capaz de decidir por uno mismo, o saber desenvolverse en el día a día cogiendo un autobús, o simplemente yendo a recoger a los niños al colegio, es la base de un trabajo que hace sentir a estas personas lo que son: ciudadanos de plenos derecho.

Salir de un país huyendo de la guerra, o de la miseria, puede convertirte en un apátrida. Te ves obligado a abandonar tu identidad, tu cultura, tu familia. Te convierte en ciudadano de ningún país. Por eso, dejar de ser un número para formar parte de una sociedad que te reconozca con un nombre como parte de la ciudadanía, es el punto de inflexión entre no existir y comenzar una nueva vida.  

Cerrar nuestras fronteras es aislarnos de nosotros mismos, de la Humanidad. Por que remar en la misma dirección, lejos de ser un lastre, nos enriquece y nos dignifica.